Antiguamente en Chile una de las materias o asignaturas importantes, sin ser la más importante, era la que se denominaba “castellano”, y que a lo menos tenía una polémica, su denominación, debido a que lo que nos enseñaban no era precisamente la lengua castellana. Pasaron décadas para que finalmente pudiera tener un nombre más cercano a la realidad “lenguaje”.

Más allá de los nombres eso es lo que se nos enseña, y que se nos enseñe no necesariamente implica que tengamos conciencia de lo importante que es el lenguaje, y más aún la palabra, como un elemento fundamental más allá de la comunicación. ¿Somos consientes realmente de lo que decimos o a lo que nos referimos, cuando hacemos uso del lenguaje y las palabras?

Probablemente en la mayoría de la latinoamérica cristiana no exista una frase tan, pero tan dicha como la que titula esta columna, “Que sea lo que dios quiera” o simplemente “Si dios quiere”. Una frase que puede salir de la boca de cualquier persona, incluso de un ateo. Porque claro, es parte de nuestra cultura. Muchas de las frases que usamos han sido transmitidas de generación en generación y comenzamos a usarlas porque el solo hecho que de frente a una situación “esa” frase aparece de manera automática, producto de lo arraigada que está en nuestra forma de hablar.

Así entonces, cuando estamos en una situación que no podemos controlar, o aquellas donde simplemente ya no hay nada más que podamos hacer o incluso cuando ya hemos hecho todo lo posible para resolverla sin los resultados que esperábamos, viene de seguro un rotundo “Que sea lo que dios quiera”. Como resignándose a que fuerzas sobre naturales resuelvan nuestra dificultad, inquietud o cumpla con nuestros deseos que humanamente no fueron satisfechos.

Es lógico que esto ocurra cuando durante miles de años, el dios que se nos ha enseñado es un ser lejano, una especie de ente amorfo llamado Padre, o de lo contrario es ese hijo del Padre que nos mostraron en la figura de Jesús, pero que está ahí clavado en una cruz, sin poder hacer nada, porque es casi como nosotros, solo que es perfecto en su humanidad, pero hombre al fin y al cabo, y que puede ser un interlocutor válido del otro ente mayor para pedir que nuestros deseos sean concedidos.

Sin embargo si tomamos el evangelio y revisamos como Cristo de define a si mismo, uno de los pasajes más relevantes es el dialogo con la samaritana en el pozo de Jacob (Juan 4;1-42). Donde no solo a una mujer (elemento que por si solo llama la atención, para el escalafón social en el que estaban las mujeres en aquella época), sino que además samaritana (que eran los parias de la sociedad en esos años). Es a ésta mujer a quien el mismo Jesús le declara que él es la encarnación del Cristo, el Mesías esperado, Elohim Mayor hecho ser humano.

Pero si creemos que esta divinidad existe hoy, incluso más allá de aquella encarnación en Jesús, y lo concebimos como divinidad entonces no estamos hablando bajo ninguna circunstancia, de un ser humano. Por ende no habla, ni piensa, ni hace como humano, pues tiene un sentido y esencia espiritual.

Como si esto fuera poco, a la mujer no solo le declara que Él es el Cristo, sino que le entrega la clave de que todos podemos orar al Padre en espíritu y en verdad (Juan 4;23), es decir se puede tener acceso a la realidad divina por medio de la oración, en espíritu y en verdad.

Entonces si podemos acceder a esta realidad divina por medio, primero de la Fe, como la honesta realidad que hay en nosotros, y luego por medio de la oración, como diálogo sincero con Cristo que es conductor a esa realidad, ¿Por qué entonces tendríamos que dejar las cosas a lo que Dios quiera? ¿Por qué no usar las claves espirituales que Cristo entregó para saber cuál es ese “querer”? Que también podríamos llamar voluntad de Dios. Porque si somos personas de Fe, entonces no necesitamos intermediarios, para saber que es lo que Dios quiere. Bastaría con disponernos en oración a que este Cristo Vivo nos hable en sus modos y conozcamos que es aquello que Él quiere.

Es válida la pregunta, pero quizás muchas veces, es más cómodo endosarle a este dios amorfo y lejano una responsabilidad que no quiero asumir, antes que darme el trabajo de dejar atrás los asuntos del mundo, para disponerme en espíritu a un dialogo que podría colocar “mi mundo” al revés.

Quizás muchas personas prefieren dejar en manos de “dios” aquello que no son capaces de hacer, o simplemente tienen miedo de que la voluntad de Dios sea algo muy diferente a que ellos quieren y por eso mejor dejar la pelota en su lado.Quizás entonces la actitud de la virtuosa humildad sería preguntarnos ¿qué será lo que Dios quiere? Y así hacernos cargo de nuestra realidad, primero espiritual, para luego comprender mejor la emocional y humana.